viernes, 4 de enero de 2008

EL PAJARO AMARILLO

Alexander Calder

Érase un tiempo, siempre del mismo tiempo infinito. En un espacio, siempre del mismo espacio infinito. Siempre frente y bajo el mismo sol. Y en la noche, siempre bajo la luz plateada de la luna.

Y ese gentío que éramos habitando siempre en alegría el planeta Tierra: especies diversas en géneros que nos llamamos flora y fauna pero todos enlazados en amor y solidaridad.

Animales, hombres, plantas, aguas y minerales en un solo vivir, cada uno con su vocación, haciendo su tarea en la conservación de la querida Tierra en medio del Universo.







Y LE GRABO SU CANTO EN LA FRENTE…

Y era ver al sol jugando con el agua de lluvia, de mares o de ríos, jugaba a quién ganaba haciendo más colores, en abanico infinito, del amarillo al violeta. Y así nacía el arco iris señalando caminos abiertos para el deseo de cada habitante. Luego, la luna los recogía a todos en uno solo: en cadenas de grises llegaba al negro, brillante como la luz del día mismo. Nacía la noche, y todos dormíamos bajo su cobija después de un vivir pleno Y en todo este tiempo, oíamos la canción de amor cantada por el viento. ¡Qué vivir feliz el de ese tiempo en ese espacio!

Yo andaba más con el hombre, y a él gustaba andar conmigo. Yo, pájaro de color cambiante como la luz del mismo sol: rosado con el alba, blanco amarillo con la aurora, y ya amarillo puro a pleno día, para luego ser amarillo carmesí al llegar la tarde. Y ante la canción de amor del viento, replicaba con trinar melodioso imitando al colorido del arco iris.
Mientras el hombre, siempre en su permanente oficio: a ratos, traduciendo todo en palabras, signos y señales para que nada se olvidara del vivir de este tiempo en este espacio, a ratos, artesaneando la naturaleza en infinitos objetos para el vivir de todos. Así vivía desde el alba al ocaso.

Y apenas anunciándose el crepúsculo acostumbraba sentarse frente al sol, y ver su curvatura hasta ir a besar al horizonte del mar. Mientras yo me retiraba al bosque profundo bajo la frescura de la neblina. Y aquí, a solas, alegre hasta el hinchar de mis plumas, revivía el vivir de cada día. Entonces, sabía para que había nacido: ¡día a día cumplía la misión de vivir! ¡Siendo siempre ente y ser: pájaro y canto!




Despertaba con la misma alegría. Y ante el sol naciente y el alborozo del bosque sacudía mis plumas, repartiendo a los que despertaban también conmigo, lluvias de gotas de rocíos y de rayitos de luz. Orugas, cocuyos, mariposas, caracolitos, abejitas, coquitos y caballitos agradecían mi regalo mañanero, y así, arrancaba cada quien su fábrica de dulcería, paraluego,en trabajo en común, preparar el brote de flores y frutos.

Más abajo, en la tierra, las lombrices, como minerólogos subterráneos, fabrican nitrógenos, liberan oxígenos y otras ricas sustancias para fertilizar la tierra. Se apresuran las raíces del bosque en beber estos ricos almacenes para la fábrica de savia que da vida a sus árboles, y en conjunción con los rayos solares producir la clorofila que reventará en flores y frutos para alimento de quien llegue a su hospedaje.

Y cerca, el trabajar silencioso de la larva de la chicharra, quien después, ya hecha oruga, sube sin premura por los troncos de los árboles, y al frescor cálido de la brisa, transformarse en chicharra adulta tan sólo para ir cantar en las copas de los árboles, y desde lo alto anunciar el fin del verano y el comienzo de las lluvias.
¡Que sinfonía es el ciclo de la vida! Y yo le cantaba al viento, respondiéndole a la canción de amor que todos los días nos regala. Somos habitantes felices de esta Tierra. Viviendo esta fiesta, infinita fábrica de vida, decidí pasar unas largas vacaciones en mi amado bosque, no sin antes enviar mensajes al hombre para explicarle mi ausencia.

Y volví… ¡El hábitat del hombre no era el mismo! Cielo sin nubes, poblado de humo negro sin luz. Bosques truncados y tierra encementada. Su morada eran cajas forjadas de hierro y cemento que negaban su libertad. Su figura triste y cargada de dolor y quejas. Y lo increíble: ¡guerras para matarse ellos mismos! y un incesante trabajar forzoso sin saber a donde va su producto.


No podía comprender este cambio ni el hombre supo explicármelo. El viento, con su canción de amor, ya no pasaba. Y el sol, ahora presuroso en ocultarse, sólo dejaba al arco iris asomarse de vez en cuando, como señal para que el hombre supiera que siempre habrá la esperanza de volver a aquél tiempo de aquél espacio.

Muy pensativo, y para evitar la pena, volé a mi querido bosque, no sin antes dejarle señales para cuando decidiera encontrarme: ¡le grabé mi canto en el frontal de su frente! Y en un crepúsculo de un atardecer, parecido al estallido de cuando nació la Tierra, me adentré en la profundidad del bosque, a donde el viento tiene su morada. Y ambos conversamos sobre el suceso hasta el amanecer, y no le hallamos respuestas. Decidimos, seguir viviendo.




El nuevo día me pareció más hermoso. Y le pregunté al viento, antes de partir al reparto de su canción de amor: ¿el pájaro es más inteligente que el hombre? O no me oyó o no quiso responderme. Entonces, me sumergí en la sinfonía del ciclo de la vida, y me puse, cantando, a presenciar el trajín de la lombriz de tierra y el trabajo en silencio de la larva de chicharra. Y decidí: ¡siempre lo esperaré!























































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