domingo, 28 de noviembre de 2010

Se buscan unos lentes...

Carúpano
duerme y despierta a orilla del Mar Caribe
hijo dulce del gigante Atlántico. Allí un día nací
y aprendí que en línea recta se va a otros mares.
Otro día mis hijas en brazadas de viento allí se van a vivir
y en un amanecer mi padre primero luego mi madre
en bajel de vela blanca hienden el inmenso azul
Ahora mi sueño antiguo es un gran navegante
y no ha llegado el alba cuando ya eleva anclas
y como pescador se lanza a la mar
inmensidad azul me abraza.
Mi primogénita hija escribió “pies de plumas” en su blogs  http://mariaacevedo.wordpress.com/Y empieza diciendo que ella sin lentes no puede ver porque están en cualquier parte de la casa menos en sus ojos. Pero leyendo su pieza se me ocurre algo un “tanto cruel” o algo “egoísta”, y digo: pero bueno hija eso no tiene ninguna importancia siempre que mires con el corazón, siempre que sea tu alma la que mire…y obviamente, yo sería uno de los beneficiados. Y pruebo lo que digo: en su escrito, “pies de plumas”, ella me baña en un encantador bálsamo con un ritmo de palabras e imágenes que me suena a música de astros que giran para dar testimonio de su existencia. Y la mía con ella. Y este cantar de astros me hace sentir como si anduviera sobre esferas de luces. Y me es tan grata esta sensación que no quiero salir de esta embriaguez. Pero creo que debo darle otra respuesta. Pero qué decir a ese torrente de aguas frescas, entintado con vuelos de pinceladas surrealistas?

Y cuando voy hacerlo, imprevistamente -automatismo mental-, emerge de mi subconsciente un “cuadro”, mi memoria me lo pone a la vista. Y vuelvo a ver a un viejo pintor, poeta, cuenta cuentos y titiritero, muy querido, que para poder vivir –ya cercano al fin de sus días- se sentaba a las puertas del Museo de Bellas Artes de Caracas, a la hora de comenzar las funciones de la tarde, y se ofrecía pintar retratos. A su edad de abuelo, era casi lo único que le quedaba hacer para ganar algún magro sustento. Un absoluto olvidado – o mejor, abandonado- pese que el “orbe de sus amistades” era de  nobleza rancia, y pertenecía al alto mundo del arte, la cultura y de la política de la “izquierda”, y otros pocos encumbrados de la “derecha”. Él ya llevaba varios años viviendo en Venezuela. Pero nadie le atendía ni le tendía la mano. Había sido “cesanteado” de toda fuente de trabajo. Con el pintor Armando Reverón, él fue su otro “hermano” de infortunio. Sin embargo, jamás bajó la cabeza ante nadie. Siempre en alto su dignidad humana. Cuando iba al Museo, le saludaba, y en ocasiones, conversábamos. Casi siempre me acompañaba mi pequeña primogénita, y él, con afecto le acariciaba la cabeza, alborotándole aún más los cabellos. Porque, mi hija en ocasiones, lucía una cabellera no muy ordenada. Y nadie sabía por qué.
Este amado artista se llamaba Luis Luksic. Un gigantón boliviano, barba blanca abundante, fácil de reír en carcajada sonora, y dueño de una dulzura insondable y de un grandísimo amor por los niños. Y el mismo, como  niño grande que era, en uno de sus poemas dice: Un día el hombre hará correr un ferrocarril sobre un rayo de luz… Un día fui a una de sus exposiciones de pinturas, y allí nos encontramos  –yo y mi hija- con un caballito multicolor que me pareció que en verdad corría sobre un rayo de luz.
Y después, meditando sobre este cuadro, concluí que el caballito multicolor corría sobre un haz de rieles de luces para alcanzar la risa, y traerla a la Tierra, para entregársela a este mundo. Hoy, en verdad creo que no logró su propósito porque si un rasgo tiene este mundo es que la risa vive en “exilio”, solo existe en ciertos momentos. La violencia social es la protagonista principal de la escena mundial. La risa que quiere Luksic es para otro mundo que habrá que construir. Entonces, es fácil imaginar al caballito aún corriendo para alcanzar a la risa. Pero Luksic si lograba despertarla en los niños, y de ella se vestía su pincel y lápiz, y todo su arte.


Y en una ocasión, una serena tarde,  Luksic le hizo un retrato a creyón a mi hijitiva. Y la recuerdo con su pelo alborotado. En verdad, no recuerdo si la hizo reír. Creo que apenas le arrancó una leve sonrisa. Porque, además de su pelo al vuelo, era una niña seria, como recién salida de alguna disputa. Y así quedó su retrato. A la luz de este gesto –realizado con tantos otros niños-  de Luksic, más tarde, pensé: ese caballito multicolor galopando es la propuesta de llegar a un mundo donde reine la risa y la alegría. Y es del universo del niño de donde habrá de nacer ese mundo. Por ello, esta anécdota: mi pequeña niña, con carita respondona seria, y Luksic sentado, creyón en mano, haciendo mágicos trazos, dibujándola, es uno de los tesoros que celosamente guardo.

El significado que le asigno a este caballito multicolor, junto a tantos otros de mi visión -a consciencia, también, inconscientemente-, siempre lo vinculo al quehacer del niño, del cual algún día su mundo de fiesta advendrá, y nosotros con él: fiesta por la belleza, la verdad, el amor, la justicia y libertad que reinará en este mundo. Y por eso creo que sus hijos –Jesús Alejandro, Gâel, Carmina y Enzo: retoños que la prolongan- poseen esa propuesta del caballito de Luksíc. Y lo he venido diciendo en mis escritos, y lo seguiré haciendo.
Alexander Calder
Y por qué esta glosa a partir de esta anécdota? Primero, porque rescatando este recuerdo me parece que le estoy dando respuesta a su “pies de plumas”. Segundo, porque el ritmo -casi tropel- que allí utiliza, haciendo desfilar un mundo de imágenes, que también corren a su lado –estimulándola o compitiendo con ella-, se me parece mucho al caballito de Luksic que corre para alcanzar la risa, y a su ferrocarril que un día correrá por un rayo de luz: “Huelo”, “olfateo” que son propósitos similares. Y seguro estoy que están en sus hijos. Y a esta altura, me surgen un par de indagaciones: 1) Ese ritmo y estilo de escribir, que como los esporangios de helechos avientan sus esporas, sueltan palabras-conceptos que van regando imágenes, y a la vez, construyendo un mundo afectivo, animado de personajes, será acaso un saludable embrión promisorio de una futura escritora? Y (2), acaso, ese afán de ahora de practicar con disciplina el deporte de correr, la llevará a una deportista de competencia? Bueno, como el desear no “cuesta dinero” –dice el dicho popular-, pero si la carga de la saludable pasión -trozos de corazón-, lanzo mi deseo a “correr” con ella –como el caballito de Luksic- en el campo del arte de escribir y a la pista del deporte. El tiempo dirá qué se logra. Pero sea lo que sea, será positivo para ella y sus hijos. Adelante, pues, y que gane el mejor!

 
Invito a que visiten su página blogs, para cuando prenda la inquietud de cualquier interesado, éste vaya a saborear este trabajo, y otros de similar factura. Pero para ayudar, abajo publico el comentado “Pies plumas”.
Pies plumas
  
Por lo general no veo sin lentes, y cuando logro hacerlo es porque el empeño es tanto que de tanto fijar la vista, las imágenes se vuelven nítidas y se presentan ante mí, reales y auténticas. Sabes como de manera frecuente se me desaparecen, los lentes se esconden en los lugares más recónditos que te puedas imaginar,
-  Su última morada ?-
-  Imagínatelos, detrás de la goma de la puerta de la lavadora, enlazados de manera rebelde entre dos pares de medias-.
A veces no los busco y ellos me encuentran a mí, como si supieran que “dependo” de ellos para existir, o quizás para que solo una parte de mi exista. Es un acto que se repite sin parar, hasta el día que uno de los dos gane la batalla. Dudo mucho que los lentes triunfen, solo sí ellos encuentran primero lo que yo busco.
Padre, te he escrito y te he llamado sin poder localizarte, los pequeños mensajes que te he enviado son una síntesis disfrazada de lo esencial.  Verás, que en cada uno de ellos te he dejado una frase, que mismo con pie de página no dicen en su esencia nada. Todas parecen el inicio de algo importante, pero al final del texto no concluyo y divago, como cuando veo sin lentes.
Con pies de plumas camino desde hace meses, y para ser precisa, lo sé desde que vi a Enzo caminar, con su caminar consciente y vivido. Al verlo entendí que hay cosas que se hacen desde siempre, y que solo tienes que decidir cuando, que están allí presentes en tu memoria colectiva, y solo hay que saberlas despertar. Mientras el andaba a cuatro patas haciéndonos creer que no caminaba, yo andaba caminando sin saber querer correr.
Fue un día de septiembre que corrí por primera vez, no lleve lentes, pues me era incómodo correr con ellos, algo me dijo que era mi inconsciente que me portaría, que me conduciría, y en ese inconsciente confié por primera vez. Durante mis primeros cuatro kilómetros la sensación fueron todas desconocidas, como si por primera vez me hice consciente de cada parte de mi cuerpo, los brazos a cada lado, mis piernas unidas a mi tronco, los pies anexos a ellas, y cuando mis miembros entraron en armonía con el dolor y el cansancio, pase a otro estado consciente, y fue allí en ese instante, donde tu hiciste acto de presencia. Tuve un reflejo inconsciente y brusco, llevándome las manos a la cara, tratando de ajustarme los lentes con el dedo índice, – cuestión de herencia-,  frotando el tabique de mi nariz, para buscar corregir mi visión, pensando que los vidrios estaban sucios, la realidad era que no los tenía puesto, y que mi visión me daba claridad sobre tu presencia. Te veías más joven, menos canoso por así decirlo, eras mi padre de yo a la adolescencia, – vaya dúo-, al ver el piso, el asfalto no era el mismo, estaba viejo y usado por el tiempo, era el asfalto de mis recuerdos, y en plenas calles de Paris, mis pies recorrían las pistas del estadio universitario de Caracas en Venezuela.  Así corrí durante un kilómetro, viendo tu sonrisa, y tus canas enruladas y violáceas brillar con los pocos rayos que Paris nos regala en pleno septiembre, de esa forma llegué a la meta sin saber ni como, ni cuando, ni donde, unos minutos pasaron para llegar al estado consciente que me hizo celebrar mi pequeña victoria.  Pasaron semanas, y esa sensación permaneció intacta, no lo comente a nadie, creyendo que era producto de haber corrido durante una distancia no habitual para mi cuerpo, y con una vista expuesta a la luz del día, sin lentes.
Empecé de manera regular a buscar esta sensación, y así comencé a correr frecuentemente en los bosques aledaños a la casa. Un cierto desasosiego se instalaba los días que por razones otras no lograba entrenarme, fue así como la regularidad y la exigencia, me llevo sin darme cuenta a ir cada vez más lejos, pudiendo repetir los seis kilómetros ya recorridos, y extendiéndolos a valores que solo mis lentes me confirmaban que eran ciertos. Decidí, participar en una segunda competencia, solo para revivir lo vivido, la distancia era superior, y ya era en pleno otoño, la baja temperatura una nueva variante, desconocida para mi cuerpo, pero de una inmensa curiosidad para mi mente. El trayecto de esta competencia, me llevaba a recorrer una parte del camino que todos los días me llevaba a mi trabajo, esto abría más mi curiosidad, pues mi caminar es más que indiferente cuando recorro este trayecto en estas condiciones, solo la necesidad básica de mover mis pies para llegar a la hora, a comenzar mi jornada laboral.
Para esta competencia motivé a mi hijitivo Jesús, a acompañarme, esperando vivir a su lado un momento de complicidad. En esta competencia, corrí con lentes, aún creo que fue por miedo, miedo a no aceptar el no verte, o el verte y no creer en tu acto de presencia, los seis primeros kilómetros los recorrí en un acto libre, veía todos los rostros que me rodeaban, las calles nunca visitadas a ese ritmo, las casas que desfilaban ante mis narices con sus integrantes asomados en sus ventanas, la gente que me sonreía sin conocerme, los carros que me pasaban de lado con la mirada fija de cada pasajero, los comerciantes que salían a la puerta de cada uno de sus negocios para captar la novedad, compartiéndola con el comerciante de al lado, los benévolos que nos tiraban esponjas, botellas de agua y pedazos de cambur y naranja, para calmar la sed y el cansancio. Entre cada uno de esos rostros buscaba el tuyo, sin encontrarlo. En el kilómetro ocho, el cuerpo empezó a gritarme, habían momentos que escuchaba mismo sus aullidos, había dolor en su expresión, como si algo los atormentaban, algo querían decirme, pero dado que su lenguaje no era claro e incomprensible, decidí no escucharlo y continuar,  distrayéndome en buscar tu rostro entre los miles que nos rodeaban, y gozando del frío para adormecer mis músculos. Al kilómetro nueve pasamos por una redoma, en el piso se veía marcado en naranja fluorescente el kilometraje recorrido, unas flechas indicaban la dirección a tomar para terminar los diez kilómetros, y otras, la de aquellos que corrían el semi- maratón, es decir los veinte kilómetros. Por un instante dudé, me sentía bien, tratando de soportar lo gritos de mi cuerpo, pero bien, y en fracciones de segundo pensé en tomar la dirección para culminar los veinte kilómetros. Dos segundos después en el instante mismo donde la decisión era inminente, vi tu rostro, nítido, sonriente, resplandeciente. Con la calma que te caracteriza bajaste la cabeza con ese gesto de reflexión que sólo tu sabes hacer, te quitaste los lentes, eran los de pasta negra, dos veces hiciste ese mismo movimiento, abriste las piernas para buscar una posición de equilibrio, cruzaste tus brazos, apoyando una mano encima de la otra, te colocaste los lentes, y bajaste una vez más la cabeza. Esa ceremonia me era conocida, no tuve el tiempo para verificar si en piel y carne te encontrabas presente, no tenía la excusa de la falta de lentes, y así creí ciegamente en haberte visto. Si hubiese tenido que darte un nombre en ese instante, te hubiese llamado “humildad” y no “padre”. Fue así, cuando tomé la dirección que me correspondía, y en un estado de plenitud al lado del hijitivo Jesús, terminé sonriente mis diez kilómetros.
Hace unas semanas me inscribí para participar en mi primer maratón, cuarenta y dos kilómetros a recorrer por las calles de Paris, eso será en el 2011. Desde ese instante me preparo, corro lo más que puedo por semana, en uno de esos días pensé en ti, pero no te vi. Por primera vez nadé, antes de correr, y con ello vencí mi fobia por las piscinas, ya no son cubetas llenas de agua que solo sirven para arrugarte la piel, ya encontré su función vital. Con mi mirada fija sobre el techo de vidrio que protege la piscina entera, una especie de cúpula con faroles que iluminan cada recóndito espacio, nadé sin parar, sacando la cabeza del lado izquierdo para respirar, y por momentos para verificar por encima de las boyas que no me había quedado sola. Al sacar mi cuerpo del agua, vi que había recorrido mil metros, una distancia que aún no la comprendo, creo que por esa vez nado la perfección, el ego, la pretensión, pues nadé mucho para ser una primera vez, debería solo haber nadado quinientos metros, y comenzar el inicio del inicio. Para calmar mi egolatría, salí de la piscina a correr, a perderme con mis fantasmas en tu amado bosque de Saint Germain en laye, allí no te vi, no apareciste, solo mi ego y yo, duré una hora para calmarlo corriendo, y dejarlo por ese instante solo, derrotado y sin aliento, sumergido entre las hojarascas y empapado de agua bajo la lluvia. Con un caminar consciente, estiré mis músculos, respiré, y entré con pies de plumas a casa, para escribirte.
No creo que Enzo y yo poseamos los mismos fantasmas, los míos son viejos, instalados, inhabituados, inquilinos impertinentes e ingratos que hay que hacerlos correr, nadar hasta que desaparezcan, con esa lucha me preparo para mi maratón, quizás de aquí a allá ya no estén, quizás harán  faltas muchos maratones para que así sea y ya no perderé más mis lentes, pues consciente de que no los necesito, viviré.

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